El martes 9 de abril de 2013, cuando conmemoramos 65 años del asesinato del líder carismático Jorge Eliécer Gaitán, se realizó en Colombia la llamada Marcha por la Paz. Desde tempranas horas de la mañana por distintas emisoras nacionales se hacía énfasis en que esta marcha no tenía dueño y que era muy bueno que así fuera. El Presidente Santos tenía una hora y un lugar de encuentro, el Alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, tenía otra hora, Piedad Córdoba y los Colombianos y Colombianas por la Paz, otra agenda; así mismo la Marcha Patriótica y otras tantas organizaciones sociales, populares, comunitarias y partidos políticos que se dieron cita especialmente en la capital de la República para darle un sí a la paz y apoyar los diálogos de La Habana, tan vilipendiados por la funesta alianza Uribe-Pastrana.

En otras ciudades distintas a la capital, la manifestación no fue tan masiva por distintas razones, entre ellas tenemos nuestra común y generalizada indiferencia, amiga íntima de la ignorancia, pero también hubo quienes argumentaron que si bien están a favor de la paz y de los diálogos en La Habana, no lo están con el modelo de desarrollo de Santos y mucho menos con que los diálogos sean usados con fines releccionistas. No obstante, frente a este escenario político divergente, vale la pena reflexionar sobre este pronunciamiento por la paz en Colombia.

En relación con lo anterior, quiero referirme específicamente a la responsabilidad que tienen las instituciones educativas, de todos los niveles, con la Paz en Colombia y brevemente abordar el asunto de cómo la paz y el sistema educativo se relacionan, o deberían relacionarse, con el cuidado y la protección del Medio ambiente. Así pues, creo que hablar hoy de Paz en Colombia, pasa también por transformar nuestro sistema educativo y por pensar en una nueva relación ecocéntrica y no androcéntrica con el ecosistema.

En conversaciones con distintas profesoras del magisterio, argumentan que la mayoría de los ciudadanos colombianos han pasado por las aulas de casi 400 mil maestros del Magisterio colombiano, y si a esto le sumamos los colegios privados, es claro que la mayoría del pueblo colombiano, a pesar de los índices de analfabetismo y deserción escolar, pasa por el sistema educativo colombiano. ¿Están las instituciones educativas comprometidas con la paz? ¿Qué significa estar comprometido con la paz? ¿Marcharon el 9 de abril?

La paz no es sólo la ausencia de la guerra. Claro está que contribuye a su fortalecimiento el silenciamiento de las armas. Pero la paz también está en la construcción de una nueva nación que reconozca la diversidad, que sea tolerante con la diferencia, que tenga un juicio crítico con su devenir histórico y que forme sujetos pensantes y no sólo operadores de funciones. A esa tarea pueden, y deben, contribuir las instituciones educativas encargadas de formar nuevas
generaciones de colombianos. Desde las aulas de preescolar hasta las universitarias es mucho, bastante realmente, lo que se puede hacer para que los niños, niñas y jóvenes resuelvan sus problemas con formas distintas a la agresión física y construyamos así una nueva cultura de la convivencia. -No son pocos los ejemplos de enfrentamientos en los patios de escuela usando los implementos de geometría como sucedáneos de armas corto-punzantes-.

Pero también para que integren los conocimientos y contenidos teóricos en nuevos estilos de vida donde se promueva no sólo el cuidado de sí mismos, sino el cuidado del Otro y del medio ambiente. Es decir, donde se respete tanto la vida humana, animal y vegetal al punto que cualquier agresión contra cualquier ser vivo tenga la reprobación del colectivo. Pensar hoy en una ética del cuidado pasa por pensar en una ética ambiental, una relación con el entorno donde el ser humano no es el centro, sino que hace parte de un conjunto. Así, paz, educación y medio ambiente se relacionan.

Ayer hubieran podido marchar las profesoras de preescolar con los párvulos. ¿Por qué no?, y también niños, niñas, adolescentes y jóvenes universitarios con sus profesores y directivos escolares. Hubiera sido posible, si se viniera construyendo un proyecto de nación desde las aulas donde la paz sea un concepto dotado de sentido y contenido desde la cotidianidad, desde la realidad social, desde las estructurales sociales de pensamiento. Hubiera podido ser si tuviéramos un sistema educativo integrado que eduque realmente para la convivencia amplia con la diversidad, no como tema anexo en el currículo de las materias afines, porque debería ser transversal a la formación. Hubiéramos podido marchar todos por la paz de Colombia si tuviéramos claro que la bandera de la paz no es propiedad de Santos, ni de Petro, ni de Piedad, ni del Polo, sino un bien público que se apropia y se promueve desde la primera infancia.

Pero no fue así, el 9 de abril en la mañana, a pesar del amplio despliegue propagandístico, la mayor parte del pueblo colombiano siguió en sus actividades rutinarias. Los niños, niñas y jóvenes –que estudian- fueron a clase, los no-desempleados fueron a sus trabajos, los jefes dieron órdenes, los empleados obedecieron, las amas de casa siguieron con sus labores, el transeúnte cruzó la vía sin percatarse que el asunto también era con él. Y así, cada cual siguió con su agenda del día. La Marcha por la Paz hubiera podido ser el escenario del encuentro callejero con la diferencia, del reconocimiento de uno de nuestros mayores bienes públicos: el derecho a la palabra, a la manifestación, al pensamiento divergente, al diálogo. Al no marchar, finalmente qué intereses terminamos apoyando. ¿Los de quienes no quieren que los diálogos continúen? O ¿Los de quien quiere usarlos para continuar en el poder? Hubiéramos podido salir a marchar y decirles: ni para los unos ni para las otros, la paz es un bien público que el pueblo colombiano educado exige.